Cada vez se hace más evidente la necesidad de encontrar la solución para una de las necesidades perentorias que tiene planteadas nuestra sociedad: lograr acuerdos sobre los valores que deban orientar las conductas, valores reconocibles y compartidos por todos, más allá de las creencias religiosas o los agnosticismos, ya codificados por la humanidad después de siglos de esfuerzo y luchas fratricidas.
Pero no, todo lo más, aparecen curiosas propuestas de que se enseñe en colegios e institutos las tres religiones del libro, como si fueran las únicas que se practican en el mundo, los únicos mensajes merecedores de ser tenidos en cuenta. Poca tolerancia religiosa vamos a fomentar, si ya de entrada olvidamos que hay otras muchas maneras de nombrar lo sagrado.
Que nadie se sienta agraviado ni menospreciado si reconocemos en el hecho religioso algo universal, de todo tiempo y lugar, más allá de los credos o las ideologías, no deja de ser un objetivo interesante para una tarea que debe conjugar la libertad de pensamiento y el respeto a todas las creencias. Sin esa base, la repercusión social de lo religioso no deja de ser el combate contra los que sienten de manera diferente, en lugar de la afirmación respetuosa de las propias convicciones, basada en el buen ejemplo, que es por otra parte la mejor garantía de una ética que sirva para todos. Se dijo hace más de dos mil años y no está de más repetirlo y recordarlo: “por sus obras los conoceréis”.