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El alma en el siglo XX

Nueva Acrópolis - Alma filosofíaEl término “alma” ha sido esquivo para la filosofía del siglo XX, siglo en el que han predominado las teorías materialistas por un lado o existencialistas por otro, pero en ambos casos lejanos de los conceptos de trascendencia o metafísica. Parece como si las ideas del siglo XVIII de La Mettrie todavía siguen calando, dos siglos después, en el XX.

El vocablo alma ha sido usado de nuevo por varios autores contemporáneos (Jaspers, Scheler, Ortega y Gasset, etc.) en un sentido distinto de cualquiera de los tradicionales. Tales autores han distinguido entre la vida, el alma y el espíritu. Mientras el alma es concebida como la sede de los actos emotivos, de los afectos, sentimientos, etc., el espíritu es definido como la sede de ciertos actos racionales. El alma es subjetividad, en tanto que el espíritu es objetividad. El alma es inmanencia, mientras que el espíritu es trascendencia.

Así, podemos hablar de una corriente de pensamiento que trata de volver a las raíces clásicas, huyendo del aplastante racionalismo. Ortega, por ejemplo, en el ensayo “Corazón y Cabeza” afirma que hemos progresado enormemente en el repertorio de hechos y noticias sobre el mundo que manejamos mentalmente. Hemos mejorado técnica y científicamente, pero hemos desatendido el cultivo de otras zonas del ser humano que no son intelecto, cabeza. “Al progreso intelectual ha acompañado un retroceso sentimental; a la cultura de la cabeza una incultura del corazón”.

Estas tesis respecto a la falta de interés de la filosofía y la ciencia de nuestro tiempo por los problemas fundamentales del hombre ha sido también destacada por el cristianismo postconciliar. Sean un ejemplo estas palabras de Karol Wojtyla: “El hombre ocupa el centro de muchas declaraciones, programas o manifestaciones, y también de numerosas ciencias y filosofías. Nuestro conocimiento del hombre ha progresado en muchos aspectos; conocemos de modo más preciso el cuerpo humano, el metabolismo y el sistema nervioso, los procesos psíquicos y el subconsciente. Pero ni la ciencia ni la filosofía tienen la audacia de tomar el espíritu humano como objeto de su investigación y de hablar, por tanto, directamente del alma.»

Hubo otros intentos al final de siglo para hacer avanzar conjuntamente a Ciencia y Humanismo. Podemos destacar, por ejemplo, al pensador y escritor Vintila Horia. Encuadrado dentro de la corriente de postmodernidad , el hilo conductor de su pensamiento era la muerte del materialismo (en sus versiones liberal y marxista) y el resurgimiento de la espiritualidad.

Aparte de los filósofos ya mencionados, debemos remontarnos al último cuarto de siglo, cuando una especie de revolución medio “hippie”, medio burguesa, llamada Nueva Era, no se ha avergonzado de recurrir a temas espirituales como el alma u otros de profundidad más mundana, como los ángeles, la unión con el cosmos, la canalización de las energías, etc. Aparte de esto, no ha habido ningún tratamiento serio del concepto del alma.

Pero nosotros, nos centraremos en una corriente filosófica que surgió en el primer tercio de siglo, extendiéndose posteriormente en el tiempo, y que intentó ser una alternativa a los materialismos absolutistas de corte comunista o fascista, pues el materialismo liberal no parecía todavía una amenaza. Nos referimos a filósofos como Max Scheler, o centrándonos en filósofos españoles, Unamuno, Ortega o María Zambrano, a quienes dedicaremos este estudio.

El alma en Unamuno

El pensamiento de Unamuno, muy influido por Kierkegaard, supone una reacción contra el cientifismo y contra el racionalismo y concibe la vida como conflicto permanente entre el sentimiento de la inmortalidad y de Dios y la razón que lo invalida a cada paso.

Unamuno centra su filosofía en la idea y el alma de España, como se refleja en “La vida de don Quijote y Sancho”, en contraposición a la idea de la europeización de España. La independencia y el voluntarismo de don Quijote representan el alma española rechazando la lógica para seguir su propia fe y visión personal.

Al igual que decíamos anteriormente, para Unamuno la filosofía española no está en los textos de los escolásticos, sino en las obras de los místicos, en las grandes figuras de la literatura. La esencia del pensamiento español es, como decía Séneca, esa tendencia que subraya “la grandiosidad del acento y del tono” frente a la originalidad del análisis.

En lugar de avalar la razón, Unamuno legitimó el dolor existencial de la duda. Atribuía a la verdad una condición pragmática: “Verdad es lo que se cree de todo corazón y con toda el alma. ¿Y qué es creer algo de todo corazón y con toda el alma? Obrar conforme a ello…”. Verdad no es aquello en sí sino lo que en cada hombre está siendo de modo transformador. Dentro de este orden, la inmortalidad sería la recompensa por el encuentro personal con la verdad.

El alma en Ortega

Según explica Ortega en su teoría del conocimiento, las raíces de la cultura están en el corazón. El conocimiento proviene de la fijación de las imágenes o la concentración en los objetos que observamos. Esta toma de conciencia es fruto de la atención o concentración en un objeto. La atención no es otra cosa que una preferencia anticipada, preexistente en nosotros por ciertos objetos. En una campiña la intención innata de un cazador, un pintor y un labrador tiene focos muy distintos, sin que vean cosas distintas. El conocimiento del mismo objeto por los varios sujetos, será por lo tanto diferente. Aparte de este tipo de atención prefijada, hay otra atención que debe su origen a la novedad, al cambio, al contraste con las condiciones del entorno. Es lo que hace fijar nuestra atención a un estruendo en medio del silencio, o a un punto luminoso en medio de la oscuridad.

Por lo tanto es incorrecto el punto de vista estrictamente racionalista o sensitivo, puesto que todo lo que conocemos está basado en una atención previa de nuestro alma a ello. Hay que darle tanta o más importancia al corazón, al alma, que a la cabeza, a la razón.

En otro de sus textos esenciales, “Vitalidad, alma, espíritu”, Ortega se opone al materialismo filosófico que suele criticar aquellas ideas que tradicionalmente se asocian a la metafísica. Defiende los valores del hombre mediterráneo frente al idealismo del norte, y reivindica el catolicismo frente al protestantismo, del que el idealismo europeo es fruto. Ortega, como vimos anteriormente con Max Scheler, no reivindica la materia frente o contra, sino junto al espíritu –“Lo uno y lo otro”, dirá Ortega–.

El alma en María Zambrano

María Zambrano es la filósofa menos conocida entre los ya mencionados, y sin embargo de quien podemos extraer más válidas enseñanzas, ya que su vocación poética y mística complementa su saber filosófico y su conocimiento de los clásicos.

Zambrano insiste en las ideas ya vistas anteriormente. Afirma que nuestra época está llena de ciencia y de técnica, pero es “pobre, inmensamente pobre de todas formas activas, activantes del conocimiento. Y entendemos por activas las que nacen del anhelo de penetrar en el corazón humano, las que se encargan de difundir las ideas fundamentales para hacerlas servir como motivos de conducta diaria del hombre vulgar que no es, ni pretende ser, filósofo, ni sabio”.

Sigue diciendo Zambrano que lo más lamentable de la cultura moderna es la “falta de transformación del conocimiento puro en conocimiento activo, que alimente la vida del hombre que lo necesita… Mientras la vida se llenaba de instrumentos técnicos, de maravillas mecánicas, de cachivaches de todas clases, el alma y el corazón quedan vacíos, y las horas, al ser liberadas del trabajo opresor, transcurren más oprimidas todavía, porque están sujetas a la terrible opresión de la vaciedad de un tiempo muerto”.

María Zambrano también adopta una posición conciliadora entre corazón y razón. La pasión sola, nos dice, ahuyenta la verdad; la sola razón no acierta a encontrar la verdad. Pero pasión y razón unidas pueden alcanzar la verdad. Aquí nacerá su más valiosa contribución a la filosofía, la llamada “razón poética”, porque sólo la poesía puede ofrecer las respuestas que la filosofía se plantea.

La cultura moderna, desde Descartes y posteriormente Leibnitz, Hume, Locke o Kant, se ha preocupado sólo del pensamiento del hombre. Del alma sólo se ha preocupado la Psicología en su vertiente más científica. La razón se ha preocupado de la naturaleza o del yo del hombre, pero no del alma. La naturaleza, las fuerzas cósmicas rodean al hombre, son los límites que el hombre ha tratado de conocer y dominar mediante la ciencia. Pero hay un saber que va más allá de lo racional, un saber poético del cosmos, de la naturaleza no dominable.

En el siglo XIX el hombre vive en la conciencia romántica de lo irresistible a la naturaleza. Para el romántico la naturaleza es inmensa, inabarcable, infinita. Para él la naturaleza es el espejo donde puede ver reflejada su alma de quien la razón aplicada a la ciencia nada le decía. Los fenómenos naturales pueden ser reducidos por el hombre a fórmulas matemáticas, pero de esas fórmulas trasciende algo innombrable, irreductible, que deja al hombre asombrado ante el misterio de su presencia, ante lo impresionante de su belleza. Y para eso tenía el hombre romántico el alma. El alma se busca a sí misma en la poesía, en la expresión poética.

Hay, como dice Pascal, razones del corazón que la razón no conoce. Pero en diversas ocasiones, dice Zambrano, ha intentado conocer el oculto orden del alma humana. Es el caso de las religiones greco-orientales o del catolicismo o de algún filósofo como Max Scheler o de Spinoza. Tanto Max Scheler como Pascal reclaman un orden del corazón, un orden del alma que el racionalismo, más que la razón, desconocen.

Este saber del alma no puede basarse en una filosofía cualquiera. En Grecia encontramos los oráculos, que nos hablan del alma, o al menos aluden a ella. La Filosofía con Thales comienza con su pregunta ¿qué son las cosas?, el oráculo responde a la pregunta ¿qué soy yo?, ¿cuál es mi destino? Y así vemos hasta a Sócrates consultando el oráculo de Delfos. En los ritos órficos y en el culto a Dionisos, el alma se hundía en la naturaleza, en lo que tiene de musical, de ímpetu clarificado.

En la vida todo pasa, el tiempo fluye, como diría Heráclito; pero algo queda, como en el fluir del agua en el río, que pasa y queda. El cauce de la vida es la verdad. El cauce es tan necesario al río, que sin él no habría río, sino pantano. El agua hace al río tanto como la furia de la corriente que por él pasa. Descubrir ese cauce es lo que hace la filosofía cuando es fiel a sí mismo y es entonces camino, cauce de vida.

Este camino, la vida, se distingue en su transcurrir viendo hacia dónde apunta. Podemos recorrer el camino sin preguntarnos hacia dónde vamos. Pero cuando vivimos en contacto con un pensamiento último, revelador, tenemos un horizonte donde nos sentimos encajados. Por lo tanto, en este camino necesitamos saber sobre el alma. Desgraciadamente el acercamiento hacia el alma ha sido o bien de carácter fragmentario o excesivamente rígido debido a un principio ético o religioso, y a la incapacidad de la ciencia racional.

Zambrano no es optimista respecto al siglo XX. La falta de creencias, de ideas claras, de ese conocimiento activo del que hablábamos antes, ha provocado el abandono de la cultura por el hombre medio. Y con esto ha llegado la subversión intelectual carente de convicciones. El hombre ha perdido su puesto en el cosmos, debido a la carencia de ideales integradores. Y ha estallado el furor de las masas desamparadas contra el pensamiento en su forma más alta. Por eso “se ha reducido el Arte a la propaganda, la Filosofía a la simple metodología de la ciencia, y la Ciencia misma a la persecución de lo útil”.