EL ENIGMA DEL OASIS DE SIWA“Cuando estuvo ya en camino, dispuso que un cuerpo de 50.000 hombres, destacado del ejército, partiera hacia los amonios, que al llegar allí los trataran como a esclavos, y prendiesen fuego al oráculo de Júpiter Amón (…)”.

“De las tropas que fueron destacadas contra los amonios, lo que de cierto se sabe es que partieron de Tebas y fueron conducidas por sus guías hasta la ciudad de Oasis, colonia habitada, según se dice, por los samios de la Fila Escrionia, distante de Tebas siete jornadas, siempre con arenales, y situada en una región a la cual llaman los griegos en su idioma Isla de los Bienaventurados. Hasta este paraje es fama general que llegó aquel cuerpo de ejército; pero lo que después le sucedió ninguno lo sabe, excepto los amonios o los que de ellos lo oyeron: lo cierto es que dicha tropa, ni llegó a los amonios, ni dio atrás la vuelta desde Oasis. Cuentan los amonios que, salidos de allí los soldados, fueron avanzando hacia su país por los arenales; llegando ya a la mitad del camino que hay entre su ciudad y la referida Oasis, prepararon allí su comida, la cual tomada, se levantó luego un viento noto tan vehemente e impetuoso que alzando la arena y arremolinándola en varios montones los sepultó vivos a todos aquella tempestad, con que el ejército desapareció: así es al menos como nos lo refieren los amonios” (Herodoto, Los nueve libros de la Historia, libro III, Talía, XXV-XXVI).

Tal es el modo en que Herodoto nos refiere este curioso misterio, que hubiese podido pasar a la Historia como un interrogante más, a no ser porque su investigación nos conduce a la pista de uno de los personajes más carismáticos del mundo antiguo.

Así debió de suceder más o menos. En la “guerra mundial” que se produjo entonces entre Persia y Grecia, que duró varios siglos y empeñó en sus campañas a pueblos tan distantes como Macedonia, Micenas, Esparta, Hirkania, Frigia, Babilonia, Persépolis, Asiria, Lidia, Jonia, la India, Cartago, Fenicia o Etruria, esa enigmática región que llamamos Egipto se mostró siempre amiga y aliada de los europeos y enfrentada a los asiáticos. Si primaron en esta curiosa alianza motivos políticos y económicos, o más bien religiosos y esotéricos, tan del gusto de los egipcios, es difícil precisarlo. Lo cierto es que la Historia nos descubre al impresionante ejército persa de Cambises II, hijo legítimo y sucesor de Ciro el Grande, desplegando sus formidables trombas humanas contra el Egipto de noble progenie y débiles ejércitos.

En Pelusio, tropas conjuntas egipcias, griegas y carias son deshechas por Cambises, y se le rinden en Menfis. El ambicioso hijo de Ciro, luego de humillar a Psaménito, rey de Egipto, degollando a su hijo y esclavizando a su hija, decide enviar tres expediciones paralelas, una contra los carquedonios o cartagineses, otra contra los etíopes, y una tercera contra los habitantes del oasis de Siwa, donde se rendía culto al dios Amón, en un templo bien defendido que, no obstante, las huestes persas, de haber llegado, habrían reducido a polvo piedra por piedra.

Entonces comienzan a suceder cosas extrañas. Cambises, ciego de ira a resultas de una embajada diplomática poco satisfactoria, arroja sus incontables oleadas humanas hacia el desierto que le separa de la Etiopía… ¡olvidando hacer provisión de víveres! Llegados a los arenales, los soldados echan a suertes a quiénes sacrificar de entre ellos para poder comer, alimentándose cada nueve del holocausto de uno. La Carquedonia se le olvida a Cambises, o la echa en el olvido de resultas de tanto fracaso. Y la expedición enviada contra el oasis de Siwa, con su misterioso templo consagrado a Amón (que será después asimilado a Zeus-Júpiter), despareció de la tierra tal como nos ha descrito Herodoto y también Plutarco, que recogen las tradiciones que los amonios, esto es, los habitantes del oasis de Siwa y defensores del culto de Amón, difundieron en su tiempo.

Una inabarcable legión de 50.000 hombres, acompañados de mujeres, traficantes y mercaderes fenicios, bien armada, cargada de provisiones, escoltada por el lento y pesado séquito de caravanas y carros ocupados por dignatarios de la corte, magos (1) y sátrapas de vario rango, envuelta en la moderna tecnología bélica de la época, se deshizo en la nada. Se la tragaron las fauces del desierto, la abismaron en el vacío, por más que viento y arena y sed resulten pobres, en nuestra comprensión, para relegar a la inexistencia absoluta a esta vieja “Armada Invencible”.

De seguro que los egipcios le rindieron acción de gracias al misterioso Amón, máxime cuando la causa de la hecatombe pareció atribuirse a un extraño viento del desierto, sumamente caliente y fácil de vincular, incluso exotéricamente, al dios Sol, Amón.

Una extraña fatalidad se cernió sobre Cambises. Desoyendo las súplicas temblorosas de sus propios magos, hizo escarnio público de los dioses egipcios, como Apis o los Cabiros. Muy poco después perdía completamente el juicio. Los últimos días de este loco monarca fueron horribles. Empeñado en una extraña “redención” por la muerte, asesinó a sus hermanas, con las que contrajo incestuoso matrimonio, enterró como postes, cabeza abajo, a doce miembros de la corte de singular importancia y mandó matar uno tras u otro a sus principales consejeros y consortes en el trono, hasta que la mano piadosa de la muerte se lo llevó también a él, dejando libre a la Persia de su maldición.

En cuanto a la historia del pequeño oasis de Siwa, el fino hilo de la investigación esotérica la va a vincular al advenimiento de uno de los más misteriosos líderes de su siglo: Alejandro Magno.

“Si alguien tiene derecho a ser juzgado conforme a la leyes de su propio tiempo, ese alguien es Alejandro (…)” (Hermann Bengston, The Greeks and the Persians).

Hoy, que tantos gurús y adivinatrices pululan en nuestros mercados y ofrecen en asequible promoción de fin de mes los restos de la inapreciable sabiduría tántrica, tibetana o hindú, lo que más se echa en falta es, indudablemente, una línea directriz seria y profunda de real investigación esotérica. Acaso por ello esté poco explorada, desde el prisma esotérico, la vía de acceso a la personalidad increíble y magnética del milenario rey de Macedonia que postrase a un mundo enamorado ante sus pies.

Parece ser que Alejandro era heraclida por parte de su padre, esto es, descendiente de Heracles, el héroe y semidiós hijo de Zeus y Alcmena. Esto, el hecho de que en antiguas religiones los dioses engendren una estirpe humana y entronicen tal dinastía, también merece un estudio de consideración, pero las olas del tiempo volverán a llevarnos a todo ello cuando la actual babel universitaria cambie o se hunda entre su propio lodazal.

Respecto al nacimiento de Alejandro, narra Plutarco que su madre, Olimpia, antes de la noche en que se reuniese con su esposo en el tálamo nupcial, vio cómo un rayo la alcanzaba en el bajo vientre y, sin causarle dolor, encendía una gran llamarada que la inundaba y se esparcía después misteriosamente. Filipo, esposo de Olimpia, se vio turbado por un sueño en que le pareció que sellaba el vientre de su mujer, y el sello tenía grabada la efigie de un león. El augur le explicó que Olimpia se hallaba encinta, pues no se sella algo que está vacío, y lo estaba de un niño valeroso y parecido en su índole a los leones. Aún recoge Plutarco otra versión que narra cómo Olimpia había sido descubierta enlazándose con un dragón o extraña criatura en su cámara nupcial, y es fama que Filipo perdió un ojo por haber pretendido espiar a través de una rendija la efectiva unión de su esposa con un dragón (2).

De hecho, parece ser, incluso, que Olimpia, desde muy niña, estaba iniciada en los misterios órficos y en las celebraciones dionisíacas, que representaban dramas similares a los de las doncellas tracias del monte Hemo, y que ella excedía en el ritualismo y la devoción la compostura de sus amigas, pues gustaba de llevar alrededor de la cintura unas enormes serpientes domesticadas por ella, las cuales, saliéndose de la hiedra y la zaranda mística, se enroscaban en los tirsos y en las coronas de los atemorizados visitantes.

Resulta curioso constatar cómo el nacimiento de otras figuras históricas se ha visto sobrecogido por la constante de prodigios que rodean el acontecer. Así, un elefante blanco roza el brazo de Maya-Devi mientras esta sueña su embarazo de Sidharta Gautama, el Buda; dos dragones velan la concepción de Confucio en una gruta, mientras las hadas encienden pebeteros de incienso, y Jesús es producto del mágico enlace entre una paloma y la doncella virgen María.

Aun circula otra versión sobre el nacimiento de Alejandro, que afirma que su verdadero padre no fue Filipo, sino un extraño rey-mago y astrónomo egipcio, cultor de Amón, que se presentó en la corte de Macedonia y convenció a Olimpia para que yaciese con él (3), de cuya unión ceremonial habría de engendrarse un formidable personaje. Nectanebo es el nombre que los viejos cronistas transcriben, aunque se trata de un sobrenombre que corresponde a toda una dinastía de oficiantes religiosos. También parece probable que Olimpia haya sido asistida en su parto por este personaje singular, que adelantase o retardase el alumbramiento hasta que el cielo estuviera en su mayor esplendor y todos los planetas propicios. La Naturaleza desplegó un enérgico haz de truenos, relámpagos y fenómenos atmosféricos, y es un hecho que su nacimiento coincidió con el incendio del templo de Artemisa en Éfeso (4).

Y aquí, quizás, se enlaza la historia de Alejandro con el enigma del oasis de Siwa. La dinastía del desafortunado rey Psaménito es la XXVI. Psaménito es destronado alrededor del 524 a. C. (5). Egipto está condenado a la dominación persa; es la XXVII dinastía, bajo el yugo de Cambises, Darío I y Jerjes. La XXVIII y XIX dinastías intentan recuperar los viejos valores, pero es la XXX dinastía, la de los Nectanebos, la que enlaza misteriosamente con la poderosa corriente magnética de los pueblos de la Hélade, bañados por el fértil Mediterráneo. Y aunque la oleada persa se traga de nuevo la mística tierra del Nilo y la cubre con su espesa influencia, este rubio príncipe nacido en una extraña noche de tormenta lo libertará de su yugo y se proclamará rey (o faraón) de Egipto en Menfis. Extraños oráculos preside Amón, pero su encarnación resulta efectiva. Doscientos años separan el enigma del oasis de Siwa del Imperio de Alejandro, pero su fruto, al fin, vio la luz, y los egipcios no dudaron en volcarse hacia el Kchatriya macedonio y adorarlo como un hijo del Sol.

Cuando Alejandro estuvo en Egipto, emprendió el largo viaje hacia el templo de Amón. Los soldados marchaban sombríos, pues recordaban lo sucedido al ejército de Cambises, pero esta vez el rocío del cielo y las abundantes lluvias que cayeron disiparon todo vestigio de sed. Las arenas se humedecieron, el aire adquirió calidades gratas y respirables, y aun las tropas, confundidas y errantes, vieron surgir unos negros cuervos que, encabezando la marcha, aceleraban cuando los hombres les seguían, y se paraban y aguardaban cuando se retrasaban. Plutarco recoge del verdadero Kalístenes que las aves llamaban con sus voces y graznidos a los que se perdían en la noche, volviéndolos a las huellas del camino. Sabemos, por lo que Alejandro explicase después a sus íntimos, y por los que se hallaban presentes, que llegados al oráculo de Siwa, el profeta de Amón le confirmó su condición de hijo de la divinidad solar y le ofreció favorable presagio sobre sus campañas. De cualquier modo, lo que allí sucedió escapa a la historia oficial.

Él reunió las ciudades de la Hélade en un solo Imperio a cuya cabeza la ex bárbara Macedonia aglutinó a Atenas, Tesalia o el Epiro. A través de Isos, Gaugamela, Ecbatanaa y Susa, una bien formada falange de 35.000 hombres desarboló a una imponente hueste de más de un millón bajo el solio de Darío III. Hubo prodigios fabulosos. La estatua de Orfeo en Libetra despidió copioso sudor frente al ejército de Alejandro. Un águila planeó sobre su cabeza y encabezó sus huestes victoriosas en Gaugamela, y una fuente mudó su curso y expulsó de sus márgenes una plancha de bronce con el efectivo decreto, en caracteres antiguos, de la victoria griega sobre Persia. Maratón, Salamina y Termópilas cobraron sentido histórico y nivelación kármica.

La madre de Darío, abandonada por su hijo, recibe el trato de una diosa de manos de Alejandro (6). Asegura su protección e integridad. Establece ochenta matrimonios reales entre la nobleza macedonia y la persa (él se casó con Estatira, la hija de Darío, y Hefaistión con su hermana Dripetis). Viste la toga meda y la túnica persa; hermana ambos pueblos en un sobrehumano esfuerzo. Los macedonios le adoran, los egipcios le consideran hijo suyo y efectivo faraón de Menfis, descendiente de Amón; los babilonios y persas llegarán a rendirle adoración real como divinidad encarnada. ¿Cobardía, espíritu de una raza abyecta o postracional? Alejandro jamás les exigió tal. ¿Adoraban el halo de la divinidad tras la realeza? Nunca llegaron tan lejos con sus propios reyes. Los persas lo quieren más que los griegos. ¿Quién era Alejandro?

Sus enemigos se le unen tras la derrota. Oxatres, hermano de Darío, o el rey indio Poros, alistados entre los “Compañeros”, ratifican el milagro.

Su ejército estaba compuesto por ingenieros, expertos en geometría y balística, arquitectos, constructores de puentes, naves e ingenios bélicos sobre la marcha, exploradores e informadores (los llamados bematisti, precursores del espionaje actual), topógrafos, botánicos, astrónomos, epígrafes, gramáticos, historiadores y poetas.

Él introdujo por primera vez los Juegos Olímpicos en Asia, con carreras de carros, tiro con arco, torneos, equitación, atletismo, teatro y danza.

La tumba de Ciro el Grande en Pasárgadas, los palacios de Asiria, Ecbatana y Susa, los zigurats de Babilonia y los bajorrelieves de Nínive envolvieron a Alejandro con sus callados lazos.

Abrió insospechadas rutas comerciales, estableció un puente entre distintas civilizaciones, imbricó las complicadas relaciones entre Zeus y Amón, Heracles y Melkaart, Mitra y el Ejército; dibujó un invisible lazo de unión entre pueblos enfrentados y les mostró un solo cielo idéntico sobre sus frentes.

La Historia es una diosa llena de misterios. En ella escribe el Destino, mojando su pluma en fuego, sus decretos de bronce.

En el año 1982, una expedición italo-egipcio-americana se propuso desvelar el misterio de la desaparición del imponente ejército persa en el desierto. La expedición, encabezada por Giancarlo Ligabue, estaba formada, entre otros, por el americano Gary Chafetz, historiador agregado del museo Peadbody, de Harvard.

Chafetz, experto en textos de los historiadores Herodoto y Plutarco, creyó haber descubierto el lugar donde «las arenas se tragaron al ejército persa sin dejar rastro». La zona investigada comprendía una superficie de casi trescientos kilómetros cuadrados, en territorio egipcio próximo a la frontera con Libia. Se trata de un mar de arena, con dunas de hasta noventa metros de altura, extraordinariamente móviles, que solo pueden atravesarse con camellos, animales que no poseían los persas.

Según Chafetz, el fenómeno que causó la desaparición del ejército persa fue un viento denominado Kanasin, bien conocido todavía en el desierto, sumamente caliente y capaz de producir una deshidratación acelerada y de matar en pocas horas si no se bebe abundantemente. De ser ello cierto, el ejército debió de verse sofocado por un abrazo de fuego, cerrado en apretada presa por este extraño viento de carácter solar.

Siguiendo a Chafetz, este viento fue fatal para los persas, que ya habían recorrido ciento setenta kilómetros de desierto y no podían disponer de agua suficiente. El Kanasin, además de la muerte por deshidratación, afecta al sentido de orientación del hombre y llega a debilitar la voluntad de vivir. La palabra árabe Kanasin significa «quince», porque el viento sopla durante quince días.

De cualquier modo, resulta difícil entender el descalabro absoluto de un ejército compuesto por 50.000 hombres. Además, hay otro punto oscuro; jamás se pudo encontrar rastro alguno de la imponente hueste asiática. Ni los mismos egipcios de la época descubrieron resto alguno, ni un caballo, ni un escudo, ni una lanza, ni fragmentos de telas, ni indicio humano que asegurase que un verdadero pueblo de guerreros, acompañado por mujeres, carros, provisiones y mercaderes penetró jamás el desierto. Como si un oscuro agujero se lo hubiese tragado todo, casi como si jamás hubiesen existido.

Giancarlo Ligabue conocía las posibilidades de fracaso de la expedición que presidía, pero en ningún momento desistió de su empresa. «Podría ser el descubrimiento arqueológico del siglo», declaró ante la prensa. Además, aseguró que en ningún momento se había explorado ese terreno con los medios modernos que llevara su expedición, como ser detectores de metales y un instrumento sofisticado que revela las diferencias de solidez de las capas del subsuelo, eficaz para la búsqueda de restos bajo la arena.
Sin embargo, la expedición arqueológica resultó completamente infructuosa. Aprovechamos desde estas páginas para aplaudir la iniciativa que tan valientemente se lanzó a la búsqueda del viejo ejército de Cambises II, hijo de Ciro el Grande, desaparecido hace veinticinco siglos y medio. Pero el viejo dios del desierto tiene sus maneras y sus leyes, y cerró en hermético lazo sus ancestrales arcanos.

Sueño de dioses, sueño efímero

Hay una curiosa anécdota recopilada por un autor que pretende ser Kalístenes, el poeta oficial del Imperio panhelénico, y que narra cómo a la llegada de Alejandro a Babilonia, una de las mujeres indígenas dio a luz una criatura de figura humana, pero formada con fragmentos de fieras de caderas hacia abajo. Los injertos eran cabezas de leones y de perros salvajes. Sus formas extrañas se movían y eran visibles a todos, de modo que podía reconocerse cada parte animal. En cambio, la parte superior del niño estaba muerta. Tras el parto, la mujer se presentó a Alejandro con el engendro en el interior de un saco y le informó del prodigio. Este llamó a los augures, y estos le dijeron que Alejandro era superior a todos sus enemigos y sería soberano entre los hombres, pues así como las fuertes fieras estaban sometidas a un cuerpo humano (7), así los pueblos bárbaros se postraban ante el conquistador del orbe.

Sin embargo, llegado que fue el más grande de los magos caldeos, que era sinceramente afecto a Alejandro, prorrumpió en sollozos y se rasgó las vestiduras ceremoniales. Consternado, el señor de la Tierra le conminó a que le narrase el significado real del prodigio. Este le dijo entonces: «Venerable señor, la figura humana eres tú, las formas de fieras son los que te rodean. Y si la parte superior hubiera vivido y estuviera en actividad como los animales de abajo, estarías destinado a regir a todos. Sin embargo, del mismo modo en que esta ha dejado la vida, así lo harás tú, rey. Y así como los animales de tu parte inferior, así también están los de tu séquito, incapaces de regir con justicia lo que la sangre y el acero conquistaron con arrojo».

Mas allá de la veracidad histórica del prodigio y de la pretendida paternidad de Kalístenes como autor de la narración, la leyenda dibuja el oscuro rito de desintegración y muerte que siguió a la espléndida marcha triunfal del hijo de Amón a través de las constelaciones terrestres de los bárbaros escitas, sogddios, malianos y pueblos todos que jalonan su trayectoria solar.

Hefaistion, su mejor general y su mejor amigo, aquel que le acompañase a rendir homenaje ante las tumbas de Aquiles y Patroclo en Troya –con quienes ambos se identificasen misteriosamente– se le muere de resultas de una ingestión de alimentos, dado que se hallaba con fiebre y no debía ingerir nada sólido. El hijo de Amón creyó volverse loco de dolor y de rabia. Impresionantes ejércitos le rindieron estandartes y honores como vencedor de la muerte, pero el nuevo Aquiles, enloquecido de amor, solo tiene lágrimas guerreras para su noble lugarteniente.

También fallece Kalanos, un viejo Iniciado indio, acaso el mayor de los enigmas del ejército macedonio, pues minutos después de conocer a Alejandro y hablar con él, marchó también de conquista, a sus setenta y varios años; cruzó desiertos, atravesó valles, lagunas, conoció nuevas montañas y supo de las flechas enemigas. Ni el mismo Poros llegó jamás tan lejos. Alejandro le consagró los más hermosos ritos funerarios que la tradición recuerda.

Y así, lentamente, lo que no pudo destruir la guerra, lo fue deshaciendo una oscura paz disolvente, cuyas lanzas no son ya de metal, sino de hastío y de fatalismo.

Alejandro Magno murió en Babilonia, tal como Kalanos le había vaticinado, a la edad de treinta y tres años, en el año 323 antes de nuestra era. Moría como el sol, invicto, sin conocer la derrota en combate. Si fue a consecuencia de extrañas fiebres o envenenado por una oscura conspiración, es algo que jamás sabremos. La hipótesis de traición y/o envenenamiento caracolea aún en los momentos finales de Julio César, Juliano y Napoleón, como un maléfico rito que cierra la procesión solar. Y el mundo que forjase se deshizo en mil luchas intestinas; las bestias se aniquilaron unas a otras por la posesión del trono. Y de nada sirvió el esfuerzo de los cultores de Amón, porque no hubo dinastía establecida o aceptada que hermanase a los guerreros sin sol, y de nada sirvió el extraño proceso de Siwa, porque no hubo mundo que ubicar bajo la égida de divinidad solar alguna, y de nada los cuidados de Olimpia, lanzada también al ruedo de la salvaje carnicería postrer. Y de nada el esfuerzo y la sangre de tantos, solo gloria, gloria y honor sobre la arena. Sueño de dioses, sueño efímero.

Seleuco y Ptolomeo conservaron las cenizas del viejo fuego patrio. La Historia vio surgir el Imperio seléucida en Medio Oriente. Los seléucidas fueron los verdaderos sucesores de los reyes de Persia. Reinaron desde el año 312 hasta el 64 a. C., y fundaron ciudades como Seleucia y Antioquia. Y la dorada Alejandría, bajo el suave cetro de Ptolomeo, cauterizó las heridas, cerró las cicatrices, aplacó a las furias desatadas.

Quedan en remembranza las palabras de Juliano, que dejó escrita una hermosa tradición en que el propio Heracles recogió el espíritu de Alejandro y le dio cobijo en su celeste aposento. Viejos oráculos de Amón de la vieja Roma de Juliano.

Bibliografía
Vidas paralelas (Alejandro-César), Plutarco.
Los nueve libros de la Historia, Herodoto.
Historia de Alejandro Magno, Quinto Curcio.
Vida y hazañas de Alejandro de Macedonia, (Pseudo) Kalístenes.
Tebas, Jorge Á. Livraga.
Los persas, Esquilo.
The Greek Armies, Meter Connolly.
Alejandro el Grande, estudio monográfico, por Pilar Castellanos Frías.
– Diario El País, lunes, 29 de noviembre de 1982.
Fuego del paraíso, Mary Renault.
Juegos funerarios, Mary Renault.
El banquete, César Augusto Juliano.
Notas
(1) Los magos eran los monjes u oficiantes religiosos persas. La palabra no tiene el sentido que le damos en Occidente.
(2) Es de entender que tal dragón no tiene nada que ver con la imagen medieval, ni en su apostura física ni en su simbolismo esotérico, siendo probablemente mucho más cercano en su semblanza a una serpiente solar de rasgos homínidos.
(3) Según otras versiones, habría sido Olimpia la que se trasladase al oasis de Siwa.
(4) La llegada del “sol” pasó luego al Templo de la Luna.
(5) Tras su destierro a la satrapía de Susa, con más de 65.000 súbditos fieles, no tardó en llegarle la orden de envenenarse de manos del “piadoso” Cambises.
(6) Cuando Alejandro murió, Sisigambis, madre de Darío, se encerró en sus aposentos, negándose a tomar alimento alguno, y se dejó morir por aquel al que llamaba “su hijo”.
(7) Asimilaban así al prodigio parte del significado de la milenaria esfinge de Gizeh.

 

JOSÉ VALENTÍN